El escritor peruano y Nobel de Literatura falleció este domingo en Lima, a los 89 años, tras una vida dedicada a desnudar las estructuras del poder con la palabra como única arma.

InfoStockMx - Se ha apagado una de las voces más lúcidas y apasionadas de la literatura hispanoamericana. Mario Vargas Llosa, el novelista que convirtió la narrativa en un campo de batalla ideológica, murió este domingo en Lima, rodeado por su familia. Tenía 89 años. La noticia fue confirmada por sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, quienes subrayaron que su padre partió en paz, al término de una existencia “larga, múltiple y fructífera”.

Con él desaparece el último sobreviviente del Boom Latinoamericano, ese movimiento que revolucionó las letras del continente a mediados del siglo XX, junto a Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Pero Vargas Llosa nunca fue sólo una figura de ese fenómeno editorial: fue, sobre todo, un escritor radicalmente moderno, que entendió la novela como un mecanismo para diseccionar las trampas del poder, los delirios de la utopía, la miseria moral de los sistemas autoritarios y los pliegues contradictorios del alma humana.

Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, su obra es un vasto territorio en el que conviven la disciplina formal y el riesgo narrativo. Desde La ciudad y los perros (1963), novela que rompió con el lenguaje convencional de la narrativa peruana, hasta títulos como La casa verde, Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo o El sueño del celta, cada libro fue una exploración técnica y ética. Vargas Llosa escribía como quien se juega el pellejo en cada página: con inteligencia, con rabia, con una voluntad inquebrantable de entender al ser humano en sus contradicciones más íntimas.

En 2010 recibió el Premio Nobel de Literatura por “su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia, la revuelta y la derrota del individuo”. Su Elogio de la lectura y la ficción, leído en Estocolmo, fue algo más que un discurso: fue una declaración de amor a los libros, pero también un manifiesto contra el conformismo y el olvido. Para él, la literatura era una herramienta de transformación, un antídoto contra la barbarie.

Recibió también el Premio Cervantes (1994), el Príncipe de Asturias (1986) y el Rómulo Gallegos (1967), entre muchos otros. Pero más allá de los reconocimientos, Vargas Llosa fue un intelectual combatiente, incluso cuando sus posturas políticas lo alejaron de sectores que antes lo reverenciaban. Su candidatura presidencial en Perú en 1990 lo convirtió en un personaje de carne y hueso, y no sólo de tinta. Su defensa del liberalismo, polémica y consistente, marcó el tono de muchas de sus intervenciones públicas.

En sus últimos años, su figura seguía convocando admiración y debate. En 2022 y 2023 fue hospitalizado por complicaciones derivadas del covid-19, y en 2024 las imágenes de un Vargas Llosa debilitado reavivaron las especulaciones. Su hijo Álvaro se encargó de desmentir los rumores más alarmistas: “Está haciendo lo que puede con buen ánimo”, afirmó. Leía, escribía, conversaba. Seguía, en suma, habitando el mundo con la lucidez del que ya ha entendido que el tiempo es finito, pero la imaginación no.

Hasta el final, conservó esa presencia digna de un clásico viviente. Iba a participar este 2025 en el Festival Escribidores en Málaga. Su ausencia pesará. No sólo en los escenarios, sino en ese espacio más hondo e íntimo donde se forja la literatura: el alma del lector. Vargas Llosa no fue un escritor de modas ni un autor complaciente. Fue un maestro de la forma y del fondo. Un hombre que escribió para pensar, para pelear, para no ceder.

Hoy, el mundo pierde una voz, pero gana una permanencia. Sus libros quedan. Como cicatrices, como faros, como advertencias. Como la certeza de que la ficción, en manos de un genio, puede ser la forma más feroz de la verdad.