Los gobiernos autoritarios no se construyen solos. Necesitan operadores, legisladores y burócratas que, con sonrisa transformadora y discurso patriótico, redactan, promueven y aprueban leyes que destruyen libertades. En México, ya tienen nombre y rostro.

Editorial

|Región Global

Detrás de la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión no hay una preocupación legítima por la soberanía ni una defensa auténtica de la población. Hay un proyecto político decidido a consolidar el control absoluto del Estado, y para ello ha puesto en marcha una maquinaria legislativa que ejecuta órdenes desde el Ejecutivo sin resistencia ni debate.

La iniciativa fue enviada por Claudia Sheinbaum Pardo, presidenta de la República, quien con este acto inicia su sexenio con un mensaje claro: la libertad de expresión es negociable. Bajo su firma, el proyecto busca otorgar a la nueva Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT) poderes casi absolutos sobre medios, plataformas y contenidos. Un aparato burocrático con facultades de censura disfrazadas de regulación.

La defensa de la iniciativa corrió a cargo de José Antonio Cruz Álvarez Lima, presidente de la Comisión de Radio, Televisión y Cinematografía, quien se prestó para presentar la ley como un avance democrático, cuando en realidad representa un retroceso histórico. Su papel fue legitimar una legislación diseñada para bloquear, prohibir y silenciar.

En el Senado, los legisladores de Morena, PT y PVEM se convirtieron en ejecutores legislativos. Aníbal Ostoa Ortega, de Morena, pronunció una de las frases más reveladoras del autoritarismo: “No es una medida de censura, sino un acto de dignidad y soberanía”. En esa frase se esconde el verdadero propósito: disfrazar el control con retórica patriótica.

Lizeth Sánchez García, del PT, defendió la ley bajo el argumento de evitar la transmisión de mensajes discriminatorios. En lugar de garantizar derechos, se entregó una herramienta de represión. El problema no es que existan opiniones ofensivas; el problema es que el gobierno se arroga el poder de decidir qué puede y qué no puede decirse.

Del PVEM, Waldo Fernández González habló de conectividad y acceso digital, ocultando que esta ley también regula contenidos, permite bloqueos y establece un modelo estatal de supervisión del internet. Lo técnico encubre lo político. La conectividad no puede ser excusa para la censura.

En contraste, senadores como Ricardo Anaya Cortés, Agustín Dorantes y Manuel Añorve advirtieron lo evidente: esta no es una reforma, es una ley de censura. Su oposición, sin embargo, es insuficiente frente a una mayoría aplastante que vota en bloque, sin conciencia y sin cuestionamientos.

Esta ley no surgió de la nada. Es el resultado de una “transformación” que ha centralizado el poder político, debilitado a los órganos autónomos y ahora busca controlar el flujo de información. Las redes sociales, las plataformas digitales y los medios independientes eran el último bastión de libertad. Ya no lo serán.

Los autores de esta iniciativa no son sólo responsables de una ley. Son responsables del desmantelamiento del Estado democrático mexicano. Bajo el discurso de la transformación, han sembrado el autoritarismo. Bajo la bandera de la soberanía, han institucionalizado la censura.

Cuando todo está bajo control —el poder ejecutivo, el legislativo, el judicial y ahora el espacio digital— la democracia ya no es tal. Y quienes promueven, defienden o votan estas leyes, no son transformadores: son los verdugos de la libertad.