
A poco más de seis meses de iniciada su presidencia, Claudia Sheinbaum enfrenta una paradoja estructural: el respaldo popular y la eficacia institucional que está logrando conviven con tensiones políticas internas en Morena, que podrían minar la gobernabilidad presidencial.
No es lo más deseable pero si México va hacia un régimen de partido dominante, Morena necesita evolucionar o acabará siendo el principal obstáculo presidencial.
Cuando Claudia Sheinbaum asumió la presidencia en octubre de 2024, lo hizo con una legitimidad electoral robusta. En sus primeros seis meses al frente del Ejecutivo, no sólo ha conservado esa fuerza, sino que ha incrementado su popularidad. Las encuestas registran a una mandataria disciplinada, seria y con un enfoque técnico que contrasta con la retórica confrontativa de su antecesor. La ciudadanía la percibe como una presidenta que sabe enfrentar dignamente desafíos geopolíticos como el trumpismo y que, además, ha empezado a ofrecer señales alentadoras en materia de seguridad.
En teoría, el respaldo político e institucional no es menor: Sheinbaum cuenta con el control del Congreso, el apoyo de la mayoría de los gobernadores —incluso algunos de oposición— y un sector empresarial que reconoce en ella una interlocutora estable. En apariencia, las condiciones para una gobernabilidad sólida están dadas. Pero los riesgos no provienen de fuera. El verdadero conflicto se está incubando dentro de Morena, el partido gobernante, y dentro del movimiento lopezobradorista que lo estructura.
La ausencia de una oposición articulada en México es tan evidente como inquietante. La pluralidad institucional que debería equilibrar al Ejecutivo ha sido sustituida por un sistema donde el partido hegemónico concentra poder, pero carece de cohesión interna. Esto ha desplazado la disputa política hacia el interior de la coalición oficialista.
Las tensiones más relevantes están en el corazón de Morena. El acomodo parlamentario que heredó Sheinbaum fue una imposición de Andrés Manuel López Obrador, quien otorgó cuotas de poder a los perdedores del proceso de las “corcholatas” como compensación. Algunos de ellos llegaron al Congreso o incluso al gabinete, no por afinidad con Sheinbaum, sino por lealtad o cuotas comprometidas por su predecesor. Las consecuencias son visibles: esas cuotas ahora cobran factura.
Uno de los ejemplos más simbólicos fue el intento fallido de Sheinbaum por aplicar de inmediato una política contra el nepotismo. Aunque Morena respaldó la propuesta, pospuso su entrada en vigor enviándola a 2030, para no afectar las candidaturas de parientes de figuras políticas influyentes.
Otro capítulo que exhibe la tensión interna, estalló con la campaña anticipada de Andrea Chávez, quién de plano rompió con la pasividad político partidista de la presidenta.
Sheinbaum pidió públicamente a la presidenta de Morena que cumpla su palabra: aplicar la prohibición al nepotismo y establecer reglas contra los actos anticipados de campaña. Puede parecer una incoherencia, dado que ella misma arrancó su carrera presidencial antes del tiempo legal. Pero esta vez el reclamo no apunta a la legalidad, sino al control del partido. Y en eso, Sheinbaum se está jugando su autoridad.
No es una exageración. Lo que antes era rumor —una distancia creciente entre Sheinbaum y algunos liderazgos de Morena, como Adán Augusto López o Andy López Beltrán (dixit)— hoy es una realidad política evidente. Su significado trasciende lo inmediato. México vive una transformación estructural hacia un nuevo sistema político con rasgos de partido dominante. El poder gira en torno a una fuerza única, sin contrapesos externos reales. En ese contexto, la gobernabilidad depende de que el partido dominante funcione con reglas, institucionalidad y apertura.
Y ese es el reto de Morena. Mientras no rompa con la lógica dura del lopezobradorismo y no se institucionalice como partido de Estado moderno, será una fuente permanente de conflictos. La disciplina vertical impuesta por AMLO ya no es viable. La figura de Sheinbaum exige otra lógica: una conducción más racional, con menos lealtades personales y más arquitectura política.
Si Morena no evoluciona, la paradoja será insostenible: el partido que llevó al poder a Sheinbaum se convertirá en su mayor obstáculo. Y en ese escenario, lo que hoy parece una oportunidad para consolidar la gobernabilidad, podría terminar siendo la antesala de un nuevo ciclo de inestabilidad política.
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