México no enfrenta solo una crisis de narcotráfico, desapariciones y violencia, sino una descomposición sistémica donde el crimen y el poder político, en diversos puntos de la geografía del país, han dejado de ser entidades separadas. La impunidad, la corrupción y la inacción han llevado al país a un callejón sin salida.

Editorial

|Región Global

La reciente Evaluación Anual de Amenazas de Estados Unidos revela un dato alarmante: los productores independientes de fentanilo están fragmentando el narcotráfico en México. Este fenómeno no solo reconfigura el mapa criminal, sino que agrava una realidad innegable: el país ya no es solo un productor y exportador, sino un gran territorio de consumo de drogas. Hay un vacío estadístico confiable, pero cada día hay más evidencia periodística que señala cómo la mezcla de fentanilo con "cristal" gana terreno aceleradamente y multiplica el riesgo de adicciones y muertes por sobredosis, mientras el Estado permanece inmóvil.

La estrategia de "abrazos, no balazos" fue una chispa en un pastizal seco. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador apostó por la inacción disfrazada de estrategia, permitiendo que el crimen organizado expandiera su influencia sin obstáculos. Hoy, México está derruido y dominado por una estructura política aún indefinida (en transición), donde los criminales gobiernan (o intentan gobernar) regiones enteras con total impunidad.

El problema del crimen en México no se limita a las organizaciones criminales al margen del Estado. El crimen también se comete dentro del Estado: por corrupción, por omisión y por comisión. La violencia, la desaparición forzada y la corrupción política se entrelazan con un sistema judicial (procuración y administración de justicia) que tal parece que solo actúa por razones políticas. El poder protege a los suyos, y el crimen ya es parte del poder. La cúpula gubernamental no está enfocada en resolver el problema, sino en limpiar la imagen de su liderazgo, dejando a la sociedad en un estado de indefensión absoluta.

El panorama es desolador. La oposición política está ausente, la ciudadanía vive atrapada en la precariedad y la informalidad, y el clientelismo electoral garantiza la permanencia del partido en el poder. Las crisis sociales tardan generaciones en resolverse, pero en México ni siquiera hay un punto de partida para el cambio.

En un mundo donde las grandes potencias tienen sus propias prioridades, el destino de México no es una preocupación internacional. Ni Putin, ni Trump, ni China tienen interés en intervenir en una crisis que no les afecta directamente. México es, para los EE.UU. de Trump, competencia en la captación de inversiones y generación de empleos. Para el resto del mundo, en particular China, es un mercado de consumidores.

Nunca va a darse una primavera árabe en México. La tecnología, que podría ser una herramienta para exhibir la corrupción y potenciar la indignación colectiva, ha sido secuestrada por el aparato gubernamental. Con una enorme inversión en redes sociales, no se usa para la transparencia, sino para el control de daños y la manipulación.

En este contexto, atacar a la prensa crítica es el golpe final para instaurar la dictadura del crimen. La regla es simple: cuando se ataca a la prensa desde el poder, se fortalece la impunidad y se debilita a la sociedad. Al final, cuando no queda espacio para cuestionar al poder, lo que sigue es el silencio absoluto y sin periodismo libre, la corrupción y la violencia pueden operar sin restricciones.

México no está solo en su colapso. Su crisis es una pieza más de un mundo en descomposición, una pendiente negativa que se hunde junto con la degradación global. Esta pendiente no solo se mide en violencia o crisis económica, sino en la erosión de los valores democráticos y de la civilidad. La aceptación de la corrupción como norma, la indiferencia ante la violencia y la desconfianza generalizada en las instituciones han convertido a la sociedad en espectadora de su propio hundimiento. Sin un factor disruptivo que altere su curso, el futuro solo traerá una consolidación mayor del crimen como forma oculta de gobierno y una sociedad resignada a vivir en el desorden permanente, temerosa de perder dádivas que perpetúan su círculo de pobreza.