La brutalidad en México ha cruzado un umbral que aterra y enferma. Ya no se trata solo de asesinatos, secuestros o desapariciones, sino de campos de exterminio. Lugares donde los cuerpos son desmembrados, incinerados y reducidos a cenizas con una frialdad industrial.

Editorial

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La violencia ha mutado en algo más siniestro: una maquinaria de muerte organizada, operada por el crimen y tolerada —si no es que solapada— por la indiferencia de un Estado desmoronado.

Lo que hoy sabemos sobre el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, desafía incluso las más horrendas pesadillas. Fosas ocultas, crematorios clandestinos, cientos de objetos personales desperdigados entre la tierra y el lodo. Un centro de exterminio, disfrazado de campamento narco, que operó durante meses, acaso años, sin que nadie moviera un dedo. ¿Cómo es posible que un sitio de horror así pudiera existir con total impunidad?

La respuesta es simple y devastadora: porque en México la muerte no escandaliza. Porque la normalización de la violencia ha convertido los hallazgos de fosas en meras estadísticas, en datos fríos que se pierden entre conferencias de prensa y excusas burocráticas.

El Gobierno Federal, lejos de asumir el tamaño de la tragedia, se ha dedicado a minimizar la crisis. La presidenta Claudia Sheinbaum, en un acto meramente declarativo, ha insistido en que el caso no debe ser politizado y que “no se presume que haya algo mal” en el actuar de la Fiscalía de Jalisco. Pero los hechos la desmienten.

Si en septiembre de 2024 ese rancho fue asegurado por las autoridades estatales, ¿cómo es que meses después se descubren en el mismo sitio restos humanos incinerados y fosas recién excavadas? Si el crimen organizado ha podido utilizar este lugar como un campo de exterminio, ¿qué garantías hay de que no existan decenas, cientos más a lo largo del país?

El gobierno se escuda en un discurso de “prudencia”, pidiendo esperar las investigaciones. ¿Cuántas más se necesitan para aceptar lo evidente? En este país se está matando, desapareciendo y exterminando personas en serie, con una impunidad que pone en duda el mismo concepto de Estado.

Lo ocurrido en Teuchitlán no es un caso aislado. En Reynosa, Tamaulipas, se descubrió otro sitio de exterminio con al menos 14 puntos de restos calcinados. Son fábricas de muerte que recuerdan a las peores atrocidades de la historia: la limpieza étnica de los Balcanes, los genocidios africanos y, sí, el Holocausto. Porque cuando un Estado permite la desaparición masiva de sus ciudadanos sin justicia, sin respuesta, sin siquiera indignación real, ha cruzado la misma línea oscura de la barbarie humana.

Pero México no solo tiene campos de exterminio. Tiene también un negacionismo oficial que insiste en que las desapariciones no están aumentando, que el Episcopado Mexicano "no tiene la información correcta" cuando denuncia que las desapariciones han crecido un 40%. Es el mismo discurso que en otras latitudes justificó genocidios. El de los gobiernos que dicen no saber lo que pasa, cuando los gritos de las víctimas y sus familias resuenan por todo el país.

Las madres buscadoras —que en cualquier otro país serían tratadas como heroínas— aquí son vistas con sospecha. Son ellas, y no el gobierno, quienes descubren las fosas. Son ellas quienes arriesgan su vida en un país donde buscar a un desaparecido es una sentencia de muerte.

El gobernador de Jalisco, Pablo Lemus, dice que no se deslindará de las investigaciones, como si eso fuera un acto de generosidad y no su obligación. Pero la realidad es que ni el gobierno estatal ni el federal han hecho su trabajo. Si lo hubieran hecho, el Rancho Izaguirre no habría sido un cementerio clandestino, sino un sitio asegurado.

La violencia en México ya no es solo un problema de crimen. Es un síntoma de putrefacción nacional. Un país donde la gente desaparece sin dejar rastro, donde los criminales operan con la eficiencia de un régimen totalitario y donde el gobierno responde con evasivas, no puede considerarse un país en paz. Es un país en guerra, una guerra desigual donde solo un bando mata, mientras el otro llora y entierra.

México ya no tiene tiempo para discursos tibios ni para negar la realidad. O enfrenta su crisis humanitaria con la seriedad de una emergencia nacional, o seguirá cavando más fosas.

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