El hallazgo de un presunto campo de exterminio en Teuchitlán ha desatado una serie de maniobras políticas que revelan no solo la falta de respuestas concretas, sino también un intento deliberado de eludir responsabilidades. Entre discursos oficiales y operativos mediáticos, la tragedia de las madres buscadoras sigue sin recibir la justicia que merece.

El pasado 5 de marzo, un colectivo de madres buscadoras denunció el hallazgo de un supuesto campo de exterminio y centro de entrenamiento del crimen organizado en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco. Desde entonces, el caso se ha convertido en un laberinto de declaraciones políticas y omisiones institucionales que evidencian la fragilidad del Estado ante la violencia y la desaparición forzada.

La presidenta Claudia Sheinbaum tomó distancia del caso al señalar que la Fiscalía General de la República (FGR) es un organismo autónomo que realizaría su propia investigación sin rendirle cuentas. Con ello, delegó el problema al fiscal Alejandro Gertz Manero, quien, a su vez, transfirió la responsabilidad a la Fiscalía del Estado de Jalisco. El fiscal federal acusó a la fiscalía local de omitir pruebas y de no haber realizado un dictamen concluyente sobre los restos humanos encontrados.

Las omisiones de la fiscalía jalisciense incluyen la falta de peritajes que determinen la antigüedad e identidad de los restos, así como el análisis de posibles evidencias de cremación. Además, se reveló que el rancho había sido asegurado desde septiembre del año pasado por la Guardia Nacional, sin que la FGR interviniera hasta que el escándalo se hizo público. Paradójicamente, al argumentar que la fiscalía estatal no le notificó sobre el caso, Gertz Manero terminó reconociendo que el caso es de competencia federal, pues los presuntos criminales vinculados fueron detenidos en otras entidades.

Para reforzar la versión oficial de que en el rancho no hubo un campo de exterminio, la fiscalía organizó un recorrido mediático. Periodistas, principalmente afines al gobierno, ingresaron al sitio asegurado y, al no encontrar restos visibles, concluyeron que las denuncias eran exageradas o parte de una ”campaña”. Sin embargo, para las madres buscadoras, la escena vacía fue una confirmación más de la impunidad.

El fracaso de la estrategia oficial fue evidente. Lejos de apaciguar el escándalo, generó indignación. La razón es simple: La tragedia de Teuchitlán no es un hecho aislado; forma parte de un circuito criminal de desaparición y ejecución que abarca Tamaulipas, Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Sonora, Colima, Veracruz, (...), prácticamente todo el país es un panteón.

El sexenio anterior dejó un saldo de 54,000 desaparecidos, y en lo que va de la administración actual ya suman más de 6,000. La presidenta Sheinbaum reconoció que el problema es grave, pero las acciones concretas siguen sin aparecer. Mientras tanto, la investigación está en manos de un fiscal cuya autonomía y competencia han sido constantemente cuestionadas. La negativa del gobierno a conformar una comisión independiente o una fiscalía especial refuerza la percepción de que la verdad nunca saldrá a la luz.

El caso Teuchitlán, como en el caso Ayotzinapa, nuevamente pone a prueba las estructuras del Estado y su capacidad de enfrentar la violencia. La posibilidad de justicia parece remota, y el país sigue atrapado entre la brutalidad criminal y la indiferencia gubernamental. Las imágenes del rancho Izaguirre son estampas imborrables de un México desolado, donde la verdad sigue siendo la gran desaparecida.

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