La lucha por la igualdad de las mujeres ha sido larga, ardua y profundamente transformadora. En el mundo y en México, las mujeres han conquistado derechos que hace décadas parecían inalcanzables, pero el camino sigue marcado por obstáculos persistentes. Hoy, la impaciencia crece, alimentada por la urgencia de una justicia que no se puede seguir postergando.

Katherine Castelán

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A nivel global, las cifras son contundentes. Las mujeres aún ganan menos que los hombres por trabajos de igual valor, poseen sólo tres cuartas partes de los derechos legales de los que gozan los hombres y siguen siendo la mayoría de la población analfabeta. La violencia de género se mantiene como una pandemia silenciosa: en 30 países aún se practica la mutilación genital femenina y dos tercios de las víctimas de trata son mujeres. A pesar de avances en la representación política, la toma de decisiones sigue dominada por los hombres en muchos países.

En México, la situación no es menos alarmante. Con un 51.7% de la población, las mujeres enfrentan barreras estructurales en el ámbito laboral, donde su participación económica es del 46%, muy por debajo del promedio de la OCDE. Seis de cada diez mexicanas han experimentado violencia en alguna forma, y el feminicidio sigue siendo una realidad cotidiana, con nueve mujeres asesinadas al día. En educación, las niñas pueden perder hasta un mes de clases debido a la falta de productos de higiene femenina gratuitos y condiciones adecuadas en las escuelas.

Después de décadas de lucha, la evidencia es clara: el progreso ha sido insuficiente. La lucha por la igualdad no es una demanda reciente ni caprichosa, sino una exigencia fundamentada en hechos y derechos humanos básicos. La impaciencia de las mujeres es legítima. No se trata solo de reconocer su valentía y determinación, sino de traducir la indignación en políticas públicas efectivas, leyes aplicables y cambios estructurales que garanticen equidad real.

México aún tiene una deuda enorme con las mujeres y sus causas.

¿Qué se necesita? Primero, un compromiso serio de los gobiernos para erradicar la violencia de género con estrategias integrales y no solo discursos vacíos. Segundo, políticas laborales que garanticen equidad salarial, acceso a empleos dignos y la redistribución de tareas de cuidado. Tercero, una educación con perspectiva de género, que no solo incluya a las mujeres, sino que enseñe a toda la sociedad sobre derechos y respeto. Y, finalmente, la participación de todos los sectores, desde empresas hasta la academia y los medios de comunicación, para construir narrativas que dejen de romantizar la resiliencia de las mujeres y comiencen a exigir justicia.

El mundo está cambiando y la impaciencia de las mujeres es más que el motor de esa transformación. No es un reclamo aislado ni una lucha sectorial: es una causa que define el presente y el futuro de toda la humanidad.

Hoy, con el puño en alto y el pañuelo morado ondeando en las calles, la exigencia es clara: igualdad real y justicia sin demora.

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